"Dios está de parte de los dictadores, casi todos mueren en sus camas.
Ahora no tengo nada, y ya nada importa de mí.
No conozco mi país y en él casi nadie me conoce a mí. "
Cena con un perro rojo








MARIPOSAS AZULES Y CELESTES. Cuento.

 

MARIPOSAS AZULES Y CELESTES

                                      



                                                                                                                             SONIA M MARTIN



Venían a mí como un manto de mariposas azules y celestes que me rodeaban hasta marearme y maravillarme con esas bellezas ingenuas y ávidas de amor maternal y alegría de vivir. Me sentía arropada con esa     ingenuidad que cada una de ellas mostraba en sus hermosas caritas, con sus aleteos y gorgojeos infantiles, con ese modo de comunicarse conmigo y entregarme una admiración que en aquella época yo sólo sentía que   era por ser   la mamá de Chony, mi   adorable princesita y su amiguita de juegos, de clases y de colegio.

Cada una de ellas era un mundo diferente para mí y cada una de ellas se comunicaba conmigo entre la amistad con mi pequeña princesa y mi especial amistad individual que ellas me exigían y que yo, feliz, entregaba. Esas caritas adorables y alegres se grabaron en mi cerebro para siempre. 



Lulú era quizá la mayor o solamente la más alta de todas. Su parecido   físico   a mi princesa, hasta me sorprendía a mí misma, ya que no teníamos parentesco ni tan siquiera lejano.  Lulú era espontánea, muy madura para su edad, además de divertida a su manera. Pilar Montal era diferente, aún tenía resabios de bebé. Algo gordita y redondita, siempre quería estar a mi lado y se las arreglaba de lo mejor para conseguirlo.  Pilar fue una mariposa azul celeste fugaz en nuestras vidas. Pronto se fue del colegio y nunca más supimos de ella. Luego llegaste tú… tú Mónica, la rubia dorada, ojos marrones y esa cabellera que te distinguía de las demás. Esa cabellera rubia ensortijada que no había cómo domeñar.  Es que tu pelo era como tu personalidad. Rebelde, despeinado y hermoso. Eras una pequeña feminista ya en esa época. Creo que lo eras desde que estabas en el vientre de tu madre. Sí, desde entonces, estoy segura de que eras feminista.

Luego, en algún momento apareció Ester en la vida de mi princesa y en mi vida. Otra pequeña feminista, muy rebelde y divertida. Ester ocupó un espacio especial en mi vida de aquellos años. Aún aparece en mi cerebro su imagen tan especial. Hermosa, toda marrón, desde sus dulces, grandes y expresivos ojos, hasta su cabellera bien peinada, ordenada, y marrón. La rebeldía de Ester era diferente a la tuya. Ustedes eran mi pasión en aquella época convulsionada políticamente en el país. Eran ustedes la generación de relevo de las feministas chilenas.  Y yo, alegremente, era de la generación sándwich y hasta me gusta serlo.

Todas ustedes eran mis princesitas y mis mariposas azules y celestes. Así era el uniforme del colegio…azul y celeste.

 

 


Todo poco a poco empezaba a cambiar a nuestro alrededor.  Mi generación hippy-burguesa, no entendía muchas cosas que pasaban en nuestro entorno…  ¿Qué nos pasó después…?

Pienso en tus palabras y en esa época, mi cabeza se dividía entre las mariposas azules y celestes, que eran una parte importante de mi existencia, mis estudios académicos y la política, que poco a poco entraba en mi conciencia de adulta.

 La vida en esa época era confusa y revuelta. El país empezaba a dividirse en dos colores políticos. Y nosotras, las mujeres, empezábamos a entrar a una fase diferente a la de nuestras madres y abuelas. Teníamos la “pilule”, de los años 60, que revolucionó la vida de mi generación y nos dio el derecho a conocer nuestro cuerpo y a usarlo a nuestra pinta y voluntad. La virginidad pasaba de moda. Ya nadie nos podía dejar embarazadas si nosotras no lo queríamos. Aprendimos con la pilule, la píldora anticonceptiva, a conocer nuestros cuerpos profundamente. Aun así, nuestras vidas como esposas y madres eran difíciles de sobrellevar.   Un hombre casado podía tener amante o la famosa ‘casa chica, ’como en México, pero pobre de la mujer casada que hubiera sólo pensado en tener amante.  Un mundo machista en el que casi no podíamos respirar. Éramos apéndices de nuestros esposos. Aun así, casi crecíamos a la par de la generación emergentes que eran las Mariposas azules y celestes. Necesitábamos cosas diferentes a nuestras madres y abuelas y las buscamos además de lograrlas. No fue ni ha sido fácil. Ni siquiera es fácil para ustedes hoy, que ya son mujeres adultas.

Las carreras universitarias se abrían y ya casi podíamos entrar a estudiar cualquier carrera universitaria que estudiaban los hombres. No todos los padres, novios o esposos, aceptaban esa independencia femenina. Yo lo logré.  Venía de una familia de matriarcas y me casé con un hombre de familia de matriarcas…. mi suegra era médica ginecóloga y cirujana y mi madre de las primeras entrepreneaurs con un gran depósito de ventas de repuestos y materiales textiles, realizando ambas, trabajos totalmente masculinos y, además con éxito.  Después, mi madre tuvo una curtiembre, además de ser poeta y escribir diariamente, junto con sacar adelante a sus tres hijos, puesto que era viuda.  Yo vivía en esa época entre estas mujeres maravillosas que circundaban mi vida y mis estudios académicos.  Ellas eran y son mis mentoras, junto con mis abuelas, bisabuelas y la abuela de mi esposo.  Mientras, las Mariposas azules y celestes, me acribillaban a preguntas que a veces no se podían contestar, pero eso me divertía en grande… No todos los padres eran libres pensadores como nosotros.  Nuestra sociedad no crecía pareja. Y así lo veía a diario cuando iba a buscar al colegio a mis dos princesas azules y celestes. Ellas eran mis adoradas mariposas. Buscaba afanosa en esa época ser yo una mujer diferente para dejarle a mis princesas un mundo más justo para ellas, para las mujeres emergentes que eran las mariposas azules y celestes.

 



 Tú y Ester entraron en nuestras vidas por diferentes razones y ambas lograron quedarse para siempre en mis sentimientos. Venías a casa muy seguido a jugar con mi princesa y ella era feliz de tenerte en nuestro entorno. Cenar juntas, dormir juntas, abrir los ojos en la mañana y estar juntas para desayunar era la mayor alegría para ustedes dos. Jugar con mis cosas era otro deleite del que gozaban sin límites o prohibiciones. Mis zapatos eran el juego predilecto del que gozaban cuando estaban juntas. Como mis pies son pequeños, ustedes los podían usar sin problemas, aunque tuvieran taco muy alto. Y ese era uno de los juegos predilectos de la infancia que vivían en aquel entonces. Usar mi ropa de mujer adulta pero menuda y mis zapatos de tacos muy altos.  Ustedes disfrutaban y yo también. Las mañanas para ir al colegio las tenía       a cargo el tío Juan, el papá de mis princesas. Se iban cantando en el auto hasta llegar al colegio. Las tardes eran mías y también veníamos llenas de jolgorio y cantos hasta nuestra casa o como fuera el panorama que teníamos por delante.

Entre cantos y juegos tus observaciones eran muy serias y críticas hacía tu familia. En ti germinaba ya una feminista, que se gestó,   en el vientre de tu madre. Quizá ella era también a su manera una gran feminista. Una feminista sin palabras ni dichas ni escritas, que se revelaba a su propia vida olvidándose de vivir hundida en su propia oscuridad.

Silenciosa, hermosa como una modelo de bella, pero sin palabras; creo que la palabra la tenías tú   ya en esa época. Tu queja abierta era sobre tu padre y me parece, ahora, que tenías razón.



No recuerdo hoy exactamente tus palabras, pero tenías una gracia increíble con tus profundas críticas hacia toda tu familia.  No se salvaba nadie. Me pregunto si mi princesa querida también tenía quejas sobre su familia y en tu casa comentaba ella los detalles del diario vivir nuestro. Éramos tan diferentes mi esposo y yo…a los demás padres que nos rodeaban. Quizá porque estábamos desplazados de los otros padres por más de diez años; sí éramos o al menos diez años menores, que los demás. Tú me traes ahora con los años a estos tiempos tan especiales que todos y todas vivíamos. Me cuentas de tu madre nonagenaria viviendo sola y cuidada por manos extrañas. ¿Le gustará realmente a ella esa gente? Recuerdo a nuestro escritor, Fernando Alegría, Decano del Depto. de Español y Lenguas Romances en la Universidad de Stanford y Cónsul Honorario de Chile en San Francisco, que vivía solo en su casa y en el día lo atendía su empleada de siempre, la Lupa, salvadoreña, como había sido su esposa Carmen, ya fallecida. Con el tiempo Fernando vivía solo y en las noches lo cuidaban unas enfermeras de Tonga. Todas maravillosas, pero Fernando las odiaba. Sólo aceptaba a la Lupa que le recordaba a Carmen y a su familia. ¿Le pasará a tu madre lo mismo? A nosotros los ancianos nos gusta vivir en familia, en casa, con nuestros olores y sabores.

 

 


Busco desesperadamente tus frases o tus comentarios de niñita muy inteligente y tan feminista. Tus quejas eran tan certeras, tan adultas y siempre hacia tu familia.  En especial la crítica era hacía tu padre. Según tú era enojón; siempre estaba enojado, gruñendo y regañándote. Me hacían gracia tus comentarios, pero al mismo tiempo me preocupaban. Algo había ahí en tu cabeza de chica avispada que subliminalmente intuía y que aún está dando vueltas seguramente en tu cabeza de adulta.  En esos años tu tenías siete, ocho, nueve, diez, once y doce años.  Las quejas seguían, pero ya eran diferentes. La pequeña de cabellera rubia revuelta y rebelde era tan espontánea y tan severas sus quejas y por lo demás, tan ciertas, como que pronto me voy a morir, porque ya tengo edad para ello. No puedo recordar tus palabras. Sólo sé que tenías razón y que no se podía decir nada de lo que tú te quejabas.  Habría sido exponerte a una severa reprimenda y te habrían prohibido la amistad con mi princesa y todo eso no era justo. Tu tenías la razón…Mi madre siempre decía que había que escuchar a los niños. Y mi adorable suegra, quien realmente era adorable, pensaba lo contrario. Ella decía “un niño nunca tiene la razón, aunque la tenga”.

 

Desde que viniste al Silicon Valley a la casa de mi princesa no dejo de pensar en ti y en tu infancia. Me sorprendió mucho que tu aspecto físico no había casi cambiado desde tu adolescencia…lo que había cambiado desde tu adolescencia hasta hoy era tu tristeza y tu soledad interior y exterior…tu sensibilidad a flor de piel. Tu risa y tu jolgorio a veces como rayos en tu vida volvían en estos días a tu infancia. Entonces te veía como la chiquilla chascona, risueña, divertida y desaliñada. Volvía a mi memoria la pequeña arropada por esa soledad y ese descuido que cubrió toda la infancia y adolescencia que yo pude vivir contigo. Un misterio te rodeaba más allá del silencio y escasez de palabras de una madre. Una madre quizá depresiva, quizá neurótica, quizá enferma de una enfermedad que la convertía en un ser apático y silencioso que no tenía más meta que su propia soledad. ¿Estaba realmente enferma?  ¿Quién cuidaba de esa hermosa mujer que abría la puerta con sigilo, con temor y hablaba con monosílabos, cuando yo iba a buscar a tu casa a mi divina princesa? ¿Tenía miedo esa mujer? ¿Qué había y qué no había en su vida que tú sospechabas y en tu genuina inocencia lo criticabas conmigo?  A mi memoria llegan un vendaval de comentarios tuyos y soy incapaz de reproducir uno solo, ni medio para poner orden en esta especie de memorias tuyas y mías de lo que pasaba en tu familia. Tus quejas eran válidas, ciertas ¿pero ¿quién le ponía el cascabel al gato?  

 


Cierro los ojos y veo a la mujer replegada en sí misma. No sé cómo ayudarla. Además, ni me escucha. Está sola en su soledad absoluta.  Nada la conmueve, pero es adorable dándole órdenes a su pequeña princesa para que aprenda a volar sola. No es fácil dejar volar a nuestras princesas, pero ella lo hacía mucho mejor que yo en esa época.  

Gabriela se llama y han pasado más de 50 años para que yo sepa su nombre. Cuando la conocí en la puerta de su casa, no tenía idea cómo se llamaba esa mujer que se escondía detrás de un burka occidental.

Esa burka que solíamos llevar las mujeres de esas generaciones pasadas, o no tan pasadas, que aún están ahí de cerca, porque tanto Gabriela, como yo, aún estamos vivas. Gabriela tiene ya 93 años y yo 85. Habría que hablar de esos burkas subliminales que nosotras teníamos puestas, de las que nadie se percataba. ¿Sería ese el motivo de sus silencios, de su temor a abrir más la puerta de su casa y hablar conmigo? ¿Con esa nueva generación que era yo en relación a ella?  Con el desparpajo que emergió de mi generación feminista de pantalones pata de elefante o stretch y tacos altos… Atuendo de puta, según la generación de mi madre y de mi suegra y que yo llevaba con donaire; pantalones stretch y botas de taco alto…sweaters muy ajustados, mostrar el cuerpo. Ser sexy.  Hablar de sexo sin tapujos o tomar píldoras anticonceptivas sin estar casadas. Aun así, llevábamos la burka encima. ¿Qué pasaba con el hombre de Gabriela, qué pasaba con su esposo, dónde estaba ese macho que la mantenía en el silencio de la vida cotidiana, en dónde este hombre estaba presente día a día? ¿Era él el culpable o una enfermedad desconocida o bien una gran depresión? ¿Era eso, era todo esto lo que la pequeña Mariposa azul y celeste amiga de mi hija intuía a sus escasos 7 u 8 años…?

COMENTARIOS

  1. Me gustó mucho realizar este ejercicio contigo, nos hizo ver cuán distintas pueden ser las percepciones frente a una misma persona o acontecimiento. Lo importante, al menos para mí, es que a través de estas historias, aparecen realidades íntimas,que de otra manera, no podrían haber salido a la luz y, que así, nos brindan la oportunidad de reflexionar y ,por ende, modificar ,si es posible, lo que no está bien.
    Gracias por participar, por tu entusiasmo, prolijidad y constante cariño y motivación.
    Abrazos y gracias otra vez!
    Mónica Lackington



PICO DE CIGÜEÑA. Cuento.

 

PICO DE CIGÜEÑA

Mónica Lackington Fuentes


 

-Dices que mi madre era bellísima, pero que su rostro expresaba una inmensa tristeza? ¿Cómo saber si es que era así?

Aún es de poco reír, mucho silencio, pocas y evasivas palabras. Cuesta conocer su alma, aunque finalmente termina, con sus finitas palabras, diciendo la verdad.

 

Cuando murió mi hermano, un domingo al amanecer, ella se colgó del teléfono hasta que uno de mis hijos respondió:

-Hola, Gaby, ¿cómo estás?

-Hola, dame con tu mamá.

- ¿Pasa algo?

-Carlos falleció…

 

Me repitió esas dos palabras y yo solo atiné a decirle que iba a ir a ver qué había sucedido, que nos juntáramos allá, ya que otro nieto iba en camino a buscarla. En la casa de él, a nosotros no nos dijo nada. Creo que lo vio tendido y frío sobre el pasillo del departamento y solo extendió a los hijos la carpeta de la sepultura para que la usaran. Luego llegó su hermano Óscar, entonces pudo decirle: ”¡No sabes lo que es esto, Óscar…,no sabes… !”

 

Me cuesta recordar si fue entonces o a los pocos días que me dijo que todo había sido por su culpa.

- ¿Qué culpa, mamá? Tú hiciste lo mejor que pudiste en tu vida, a Carlos lo ayudaste y apoyaste siempre… ¡Qué absurdo!

-Yo fui mala, por eso me pasó esto! 

-Tú no eres mala y si hiciste algo, no es la causa de que haya muerto, ni siquiera a él se le pasó por la cabeza que podía ocurrir algo así…

 

 

Desde entonces ella pasó a ser más sombra que antes, a veces, su cuerpo temblaba o me confesaba que estaba angustiada. Para calmarla, la fui convenciendo de que mi hermano hubiese querido morir joven, sesenta y dos años, quizás era la edad justa.

Mi padre había muerto 10 años antes y ella había aprendido bastante bien a convivir con las ausencias, pensé que tal vez podría sobrellevar un nuevo dolor, pero quizá no un desgarro…

-     ¿Y me dices ahora que yo no tengo la tristeza de mi madre?

No sabes cuánto me ha costado eso…

 

 

 Después de su última caída, a sus noventa y tres años, la Gaby ha quedado más ausente, más ajena aún a lo cotidiano, tal vez más próxima a sus silencios.

 

“-Mamá, ¡dame permiso para volverme del colegio en micro!

-Bueno, te la tomas y que te deje en Renato Sánchez y caminas hasta acá. Tiene que decir Apoquindo en el letrero, ¡fíjate bien!

- ¡Claro que sí! “

Entonces, comencé a irme con la Sonia a tu casa, como tú ibas a buscarla al colegio, me invitaban y yo iba a diario.

 

Eras una madre distinta: vestías pantalones ajustados, blusas ceñidas y escotadas, maquillaje y peinado modernos, pero sobre todo, me llamaba la atención tu energía, ese entusiasmo que empapaba tus actividades y nos hacía sentirnos libres a nosotras que éramos niñas.

 


-Eras una niñita alegre y muy inteligente, yo me divertía contigo, decías que no te gustaba estar en tu casa, que siempre te retaban por algo…

 

Era una niña que disfrutaba de estar fuera de casa. Compartir habitación con mi hermana era calzarme un zapato ajustado: acostarse temprano, tener las tareas hechas, todo listo para el otro día. ¡Yo solo quería jugar!


No, mi madre no era así, sus relatos eran de acontecimientos frustrados, historias melancólicas, ella sometida a los sucesos, sin intentos por cambiar su curso…

 Hoy, le dije que tú habías mandado a decir que la recordabas guapísima, pero de mirada muy triste. Le pregunté:

 

- ¿Por qué estabas así? ¿Estabas harta de mi papá y de Carlos que se estaba portando mal en el colegio?

- ¡Puede ser! No me acuerdo…

- Y ahora, mamá, estarás aburrida de esta gente que te cuida, te habla tanto, ¿te molesta?

- No las escucho, miro para otro lado, no me interesa…

 

- “¡Eres mala, mala!” Me decía ella cuando era chiquita, aún no iba al colegio y la acompañaba a ver a mi abuela al hospital, operada de un tumor cerebral.

- Ésta le decía:”¡Tráeme a la mala, ella me entretiene!”.

- Íbamos todos los días y yo daba vueltas a una palmera enorme del patio, dejaba pasar el rato, mirando hacia arriba, oyendo el roce de las altas ramas, viéndolas bailar entre las espumas blancas.

 

“- La Mónica pasa metida en el clóset, la escucho hablar con alguien…”-le comentó ella un día a mi padre.

“- Debe estar con una amiga imaginaria. Tenemos que meterla a un colegio, que esté con otros niños. “- Respondió él.

 

La Gaby buscó, entonces, uno muy cerca del hospital. Era una casa común y corriente, la dueña, una inglesa que tenía cursos hasta segundo básico. El almuerzo era en su comedor y nos servían en platos plásticos de colores. El patio era pequeño, pero en él podía imaginar figuras en las nubes y ver dar vueltas a un “relojito” (pico de cigüeña). El tiempo, en esos días, era dulce y comprensivo…no transcurría… ¡Yo me sentía feliz!

 

- ¿Te decía que no quería estar en mi casa? Claro, ¡cómo iba a querer! Tenía dos hermanos adolescentes que eran el tema constante y un padre gruñón que temía.

En tu casa no nos faltaba juegos que inventar: maquillarnos, tomarnos fotos, planificar travesuras y sólo cuando era muy necesario, agarrar los cuadernos y estudiar o hacer las tareas para el otro día.

(A tu mamá la veía como una mujer sola, triste, asustada de tu papá, como mujer de los años 30, fumando y ausente.  Yo creo que admirabas a la mía, porque era presente, audaz y amiga de nosotras, nos hacía sentir vivas y podíamos decirle cualquier cosa y no se inmutaba…)

Mi madre aún parece llevar el “burka” del que hablas, tal vez ahora nos oculta su pesar de vivir con disgusto. Siempre insistió en que no quería tener cuidadoras ni depender de los demás, pero el tiempo le ha hecho pagar injustamente su bondad.

(Tu mamá me recuerda un libro que leí, creo que es de Virginia Woolf, donde la protagonista está descontenta con su vida y se va en las tardes a un hotel a fumar y a leer, algo que muchas pudimos haber sentido, pero no hicimos nada…)

La miro y sus ojos parecen idos, le hablo y responde con cordura. ¿Recordará su viudez, la muerte de mi hermano, sus caídas y la dificultad actual para caminar por sí sola? ¿Tiene presente la vida de las hijas que quedamos? ¿Qué la lleva de a poco lejos de este mundo?

Me han arrebatado a mi madre, se han ido llevando sus lacónicos comentarios, su respetuosa actitud y docilidad. Queda una brizna de su quietud, dulzura y celosa intimidad.

También, como ella, me vuelvo triste cuando no logro dar luz a esos espacios sombríos, movilizar esa atemporalidad enervante, robarle una pequeña sonrisa a esa dama de mirada melancólica que es lo que va quedando de mi silenciosa madre.

A VECES

 

A veces

El espejo me devuelve

Los gestos de mi madre

Y al mirarlos

       El espejo llora.

                                         (Poema de Carmen Ábalos)

 

noviembre 2021

POCIÒN SUTIL, poema de Beatriz Iriart








Hechicera perfecta

de la palabra certera.

Tus zapatillas rojas

etéreas 

mágicas

depositan la calma

en el mar impetuoso

de los interrogantes que me acosan

ya sin palabras

ni huellas.





 









 
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