PICO DE CIGÜEÑA
-Dices que mi madre era bellísima, pero que su rostro expresaba una
inmensa tristeza? ¿Cómo saber si es que era así?
Aún es de poco reír, mucho silencio, pocas y
evasivas palabras. Cuesta conocer su alma, aunque finalmente termina, con
sus finitas palabras, diciendo la verdad.
Cuando murió mi hermano, un
domingo al amanecer, ella se colgó del teléfono hasta que uno de mis hijos
respondió:
-Hola, Gaby, ¿cómo estás?
-Hola, dame con tu mamá.
- ¿Pasa algo?
-Carlos falleció…
Me repitió esas dos
palabras y yo solo atiné a decirle que iba a ir a ver qué había sucedido, que
nos juntáramos allá, ya que otro nieto iba en camino a buscarla. En la casa de
él, a nosotros no nos dijo nada. Creo que lo vio tendido y frío sobre el
pasillo del departamento y solo extendió a los hijos la carpeta de la sepultura
para que la usaran. Luego llegó su hermano Óscar, entonces pudo decirle: ”¡No
sabes lo que es esto, Óscar…,no sabes… !”
Me cuesta recordar si fue
entonces o a los pocos días que me dijo que todo había sido por su culpa.
- ¿Qué culpa, mamá? Tú
hiciste lo mejor que pudiste en tu vida, a Carlos lo ayudaste y apoyaste
siempre… ¡Qué absurdo!
-Yo fui mala, por eso me
pasó esto!
-Tú no eres mala y si
hiciste algo, no es la causa de que haya muerto, ni siquiera a él se le pasó
por la cabeza que podía ocurrir algo así…
Desde entonces ella pasó a
ser más sombra que antes, a veces, su cuerpo temblaba o me confesaba que estaba
angustiada. Para calmarla, la fui convenciendo de que mi hermano hubiese
querido morir joven, sesenta y dos años, quizás era la edad justa.
Mi padre había muerto 10
años antes y ella había aprendido bastante bien a convivir con las ausencias,
pensé que tal vez podría sobrellevar un nuevo dolor, pero quizá no un desgarro…
- ¿Y me dices ahora que yo no tengo la tristeza de mi madre?
No sabes cuánto me ha costado eso…
Después de su última
caída, a sus noventa y tres años, la Gaby ha quedado más ausente, más ajena aún
a lo cotidiano, tal vez más próxima a sus silencios.
“-Mamá, ¡dame permiso para
volverme del colegio en micro!
-Bueno, te la tomas y que
te deje en Renato Sánchez y caminas hasta acá. Tiene que decir Apoquindo en el
letrero, ¡fíjate bien!
- ¡Claro que sí! “
Entonces, comencé a irme
con la Sonia a tu casa, como tú ibas a buscarla al colegio, me invitaban y yo
iba a diario.
Eras una madre distinta:
vestías pantalones ajustados, blusas ceñidas y escotadas, maquillaje y peinado
modernos, pero sobre todo, me llamaba la atención tu energía, ese entusiasmo
que empapaba tus actividades y nos hacía sentirnos libres a nosotras que éramos
niñas.
-Eras una niñita alegre
y muy inteligente, yo me divertía contigo, decías que no te gustaba estar en tu
casa, que siempre te retaban por algo…
Era una niña que disfrutaba
de estar fuera de casa. Compartir habitación con mi hermana era calzarme un
zapato ajustado: acostarse temprano, tener las tareas hechas, todo listo para
el otro día. ¡Yo solo quería jugar!
No, mi madre no era así,
sus relatos eran de acontecimientos frustrados, historias melancólicas, ella
sometida a los sucesos, sin intentos por cambiar su curso…
Hoy, le dije que tú habías mandado a decir que la
recordabas guapísima, pero de mirada muy triste. Le pregunté:
- ¿Por qué estabas así? ¿Estabas
harta de mi papá y de Carlos que se estaba portando mal en el colegio?
- ¡Puede ser! No me
acuerdo…
- Y ahora, mamá, estarás
aburrida de esta gente que te cuida, te habla tanto, ¿te molesta?
- No las escucho, miro para
otro lado, no me interesa…
- “¡Eres mala, mala!” Me
decía ella cuando era chiquita, aún no iba al colegio y la acompañaba a ver a
mi abuela al hospital, operada de un tumor cerebral.
- Ésta le decía:”¡Tráeme a
la mala, ella me entretiene!”.
- Íbamos todos los días y
yo daba vueltas a una palmera enorme del patio, dejaba pasar el rato, mirando
hacia arriba, oyendo el roce de las altas ramas, viéndolas bailar entre las
espumas blancas.
“- La Mónica pasa metida en
el clóset, la escucho hablar con alguien…”-le comentó ella un día a mi padre.
“- Debe estar con una amiga
imaginaria. Tenemos que meterla a un colegio, que esté con otros niños. “-
Respondió él.
La Gaby buscó, entonces,
uno muy cerca del hospital. Era una casa común y corriente, la dueña, una
inglesa que tenía cursos hasta segundo básico. El almuerzo era en su comedor y
nos servían en platos plásticos de colores. El patio era pequeño, pero en él
podía imaginar figuras en las nubes y ver dar vueltas a un “relojito” (pico de
cigüeña). El tiempo, en esos días, era dulce y comprensivo…no transcurría… ¡Yo
me sentía feliz!
- ¿Te decía que no quería
estar en mi casa? Claro, ¡cómo iba a querer! Tenía dos hermanos adolescentes
que eran el tema constante y un padre gruñón que temía.
En tu casa no nos faltaba
juegos que inventar: maquillarnos, tomarnos fotos, planificar travesuras y sólo
cuando era muy necesario, agarrar los cuadernos y estudiar o hacer las tareas
para el otro día.
(A tu
mamá la veía como una mujer sola, triste, asustada de tu papá, como mujer de
los años 30, fumando y ausente. Yo creo que admirabas a la mía, porque
era presente, audaz y amiga de nosotras, nos hacía sentir vivas y podíamos
decirle cualquier cosa y no se inmutaba…)
Mi madre aún parece llevar
el “burka” del que hablas, tal vez ahora nos oculta su pesar de vivir con
disgusto. Siempre insistió en que no quería tener cuidadoras ni depender de los
demás, pero el tiempo le ha hecho pagar injustamente su bondad.
(Tu mamá me
recuerda un libro que leí, creo que es de Virginia Woolf, donde la protagonista
está descontenta con su vida y se va en las tardes a un hotel a fumar y a leer,
algo que muchas pudimos haber sentido, pero no hicimos nada…)
La miro y sus ojos parecen
idos, le hablo y responde con cordura. ¿Recordará su viudez, la muerte de mi
hermano, sus caídas y la dificultad actual para caminar por sí sola? ¿Tiene
presente la vida de las hijas que quedamos? ¿Qué la lleva de a poco lejos de
este mundo?
Me han arrebatado a mi
madre, se han ido llevando sus lacónicos comentarios, su respetuosa actitud y
docilidad. Queda una brizna de su quietud, dulzura y celosa intimidad.
También, como ella, me
vuelvo triste cuando no logro dar luz a esos espacios sombríos, movilizar esa
atemporalidad enervante, robarle una pequeña sonrisa a esa dama de mirada
melancólica que es lo que va quedando de mi silenciosa madre.
A VECES
A veces
El espejo me devuelve
Los gestos de mi madre
Y al mirarlos
El
espejo llora.
(Poema
de Carmen Ábalos)
noviembre 2021